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[0805] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FIDELIDAD A LA PROPIA VOCACIÓN EN LA HUMANIZACIÓN DEL HOMBRE Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA IGLESIA

De la Carta Encíclica Redemptor hominis, 4 marzo 1979

1979 03 04 0014

14. La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya “suerte”, es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o la perdición, están tan estrecha e indisolublemente unidas a Cristo. Y se trata precisamente de cada hombre de este planeta, en esta tierra que el Creador entregó al primer hombre, diciendo al hombre y a la mujer: “henchid la tierra; sometedla” (94); todo hombre, en toda la irrepetible realidad del ser y del obrar, del entendimiento y de la voluntad, de la conciencia y del corazón. El hombre, en su realidad singular (porque es “persona”), tiene una historia propia de su vida y, sobre todo, una historia propia de su alma. El hombre, que, conforme a la apertura interior de su espíritu y, al mismo tiempo, a tantas y tan diversas necesidades de su cuerpo, de su existencia temporal, escribe esta historia suya personal por medio de numerosos lazos, contactos, situaciones, estructuras sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo hace desde el primer momento de su existencia sobre la tierra, desde el momento de su concepción y de su nacimiento. El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y, a la vez, de su ser comunitario y social –en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad–, este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención. [...]

1979 03 04 0019

19. [...] Además, es cada vez más necesario procurar que las distintas formas de catequesis y sus diversos campos –empezando por la forma fundamental, que es la catequesis “familiar”, es decir, la catequesis de los padres a sus propios hijos– atestigüen la participación universal de todo el Pueblo de Dios en el oficio profético de Cristo mismo. [...]

1979 03 04 0021

21. El Concilio Vaticano II, construyendo desde la misma base la imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios –a través de la indicación de la triple misión del mismo Cristo, participando en ella, nosotros formamos verdaderamente parte del Pueblo de Dios–, ha puesto de relieve también esta característica de la vocación cristiana, que puede definirse “real”. Para presentar toda la riqueza de la doctrina conciliar, haría falta citar numerosos capítulos y párrafos de la constitución Lumen gentium y otros documentos conciliares. En medio de tanta riqueza, parece que emerge un elemento: la participación en la misión real de Cristo, o sea el hecho de redescubrir en sí y en los demás la particular dignidad de nuestra vocación, que puede definirse como “realeza”. Esta dignidad se expresa en la disponibilidad a servir, según el ejemplo de Cristo, que “no ha venido para ser servido, sino para servir” (181). Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente “reinar” sólo “sirviendo” a la vez el “servir” exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el “reinar”. Para poder servir digna y eficazmente a los otros hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio. Nuestra participación en la misión real de Cristo –concretamente en su “función real” (munus)– está íntimamente unida a todo el campo de la moral cristiana y, a la vez, humana.

El Concilio Vaticano II, presentando el cuadro completo del Pueblo de Dios, recordando qué puesto ocupan en él no sólo los sacerdotes, sino también los seglares, no sólo los representantes de la jerarquía, sino además los de los institutos de vida consagrada, no ha sacado esta imagen únicamente de una premisa sociológica. La Iglesia, como sociedad humana, puede, sin duda, ser también examinada según las categorías de las que se sirven las ciencias en sus relaciones hacia cualquier tipo de sociedad. Pero estas categorías son insuficientes. Para la entera comunidad del Pueblo de Dios y para cada uno de sus miembros, no se trata sólo de una específica “pertenencia social”, sino que es más bien esencial para cada uno y para todos, una concreta “vocación”. En efecto, la Iglesia, como Pueblo de Dios –según la enseñanza antes citada de San Pablo y recordada admirablemente por Pío XII–, es también “Cuerpo místico de Cristo”(182). La pertenencia al mismo proviene de una llamada particular, unida a la acción salvífica de la gracia. Si, por consiguiente, queremos tener presente esta comunidad del Pueblo de Dios, tan amplia y tan diversa, debemos sobre todo ver a Cristo, que dice en cierto modo a cada miembro de esta comunidad: “Sígueme”(183). Ésta es la comunidad de los discípulos; cada uno de ellos, de forma diversa, a veces muy consciente y coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia, sigue a Cristo.

En esto se manifiesta también la faceta profundamente “personal” y la dimensión de esta sociedad, la cual –a pesar de todas las deficiencias de la vida comunitaria, en el sentido humano de la palabra– es una comunidad por el mero hecho de que todos la constituyen con Cristo mismo, entre otras razones porque llevan en sus almas el signo indeleble del ser cristiano.

El Concilio Vaticano II ha dedicado una especial atención a demostrar de qué modo esta comunidad “ontológica” de los discípulos y de los confesores debe llegar a ser cada vez más, incluso “humanamente”, una comunidad consciente de la propia vida y actividad. Las iniciativas del Concilio en este campo han encontrado su continuidad en las numerosas y ulteriores iniciativas de carácter sinodal, apostólico y organizativo. Debemos, sin embargo, ser siempre conscientes de que cada iniciativa en tanto sirve a la verdadera renovación de la Iglesia, y en tanto contribuye a aportar la auténtica luz que es Cristo(184), en cuanto se basa en el adecuado conocimiento de la vocación y de la responsabilidad por esta gracia singular, única e irrepetible, mediante la cual todo cristiano, en la comunidad del Pueblo de Dios, construye el Cuerpo de Cristo. Este principio, regla-clave de toda la praxis cristiana –praxis apostólica y pastoral, praxis de la vida interior y de la social–, debe aplicar- se de modo justo a todos los hombres y a cada uno de los mismos. También el Papa, como cada obispo, debe aplicarla en su vida. Los sacerdotes, los religiosos y religiosas deben ser fieles a este principio. En base al mismo, tienen que construir sus vidas los esposos, los padres, las mujeres y los hombres de condición y profesión diversas, comenzando por los que ocupan en la sociedad los puestos más altos y finalizando por los que desempeñan las tareas más humildes. Éste es precisamente el principio de aquel “servicio real”, que nos impone a cada uno, según el ejemplo de Cristo, el deber de exigirnos exactamente aquello a lo que hemos sido llamados, a lo que –para respon- der a la vocación– nos hemos comprometido personalmente, con la gracia de Dios. Tal fidelidad a la vocación recibida de Dios, a través de Cristo, lleva consigo aquella solidaria responsabilidad por la Iglesia en la que el Concilio Vaticano II quiere educar a todos los cristianos. En la Iglesia, en efecto, como en la comunidad del Pueblo de Dios, guiada por la actuación del Espíritu Santo, cada uno tiene “el propio don”, como enseña San Pablo (185). Este “don”, a pesar de ser una vocación personal y una forma de participación en la tarea salvífica de la Iglesia, sirve a la vez a los demás, construye la Iglesia y las comunidades fraternas en las varias esferas de la existencia humana sobre la tierra.

La fidelidad a la vocación, o sea, la perseverante disponibilidad al “servicio real”, tiene un significado particular en esta múltiple construcción, sobre todo en lo concerniente a las tareas más comprometidas, que tienen una mayor influencia en la vida de nuestro prójimo y de la sociedad entera. En la fidelidad a la propia vocación deben distinguirse los esposos, como exige la naturaleza indisoluble de la institución sacramental del matrimonio. En una línea de similar fidelidad a su propia vocación deben distinguirse los sacerdotes, dado el carácter indeleble que el sacramento del orden imprime a sus almas. Recibiendo este sacramento, nosotros, en la Iglesia latina, nos comprometemos consciente y libremente a vivir el celibato, y, por lo tanto, cada uno de nosotros debe hacer todo lo posible, con la gracia de Dios, para ser agradecido a este don y fiel al vínculo aceptado para siempre. Esto, al igual que los esposos, que deben con todas sus fuerzas tratar de perseverar en la unión matrimonial, construyendo con el testimonio del amor la comunidad familiar y educando nuevas generaciones de hombres, capaces de consagrar también ellos toda su vida a la propia vocación, o sea, a aquel “servicio real”, cuyo ejemplo más hermoso nos lo ha ofrecido Jesucristo. Su Iglesia, que todos nosotros formamos, es “para los hombres”, en el sentido de que, basándonos en el ejemplo de Cristo(186) y colaborando con la gracia que Él nos ha alcanzado, podamos conseguir aquel “reinar”, o sea, realizar una humanidad madura en cada uno de nosotros. Humanidad madura significa pleno uso del don de la libertad, que hemos obtenido del Creador en el momento en que Él ha llamado a la existencia al hombre hecho a su imagen y semejanza. Este don encuentra su plena realización en la donación sin reservas de toda la persona humana concreta, en espíritu de amor nupcial a Cristo y, a través de Cristo, a todos aquéllos a los que Él envía, hombres o mujeres, que se han consagrado totalmente a Él según los consejos evangélicos. He aquí el ideal de la vida religiosa, aceptado por las Órdenes y Congregaciones, tanto antiguas como recientes, y por los Institutos de vida consagrada.

En nuestro tiempo se considera a veces erróneamente que la libertad es fin en sí misma, que todo hombre es libre cuando usa de ella como quiere, que a esto hay que tender en la vida de los individuos y de las sociedades. La libertad, en cambio, es un don grande sólo cuando sabemos usarla responsablemente para todo lo que es el verdadero bien. Cristo nos enseña que el mejor usode la libertad es la caridad, que se realiza en la donación y en el servicio. Para tal “libertad nos ha liberado Cristo” (187) y nos libera siempre. La Iglesia saca de aquí la inspiración constante, la invitación y el impulso para su misión y para su servicio a todos los hombres. La verdad plena sobre la libertad humana se encuentra en la intimidad del misterio de la Redención. La Iglesia sirve de veras a la humanidad cuando tutela esta verdad con atención incansable, con amor ferviente, con empeño maduro, y cuando en toda la propia comunidad, mediante la fidelidad de cada uno de los cristianos a la vocación, la transmite y la hace concreta en la vida humana. De este modo se confirma aquello a lo que ya hicimos referencia anteriormente, es decir, que el hombre es y se hace siempre la “vía” de la vida cotidiana de la Iglesia.

[Enseñanzas 2, 28-29, 51, 58-62]

181. Mt. 20, 28.

182. PIUS PP. XII, Litt. Enc. Mystici corporis: A.A.S. 35 (1943), pp. 193-248.

183. Io. 1, 43.

184. Cf. Const. dogm. Lumen gentium, 1: A.A.S. 57 (1965), p. 5.

185. 1 Cor. 7, 7; cf. 12, 7. 27; Rom. 12, 6; Eph. 4, 7.

186. Cf. Const. dogm. Lumen gentium, 36: A.A.S. 57 (1965), pp. 41 s.

187. Gal. 5, 1; cf. ibid. 13.